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martes, 22 de noviembre de 2011

Machu Picchu: AL ENCUENTRO DE VITCOS



Por Hiram Bingham.

En el verano de 1910, cuando leía las pruebas de "Across South América", mi amigo el finado Edward S. Harkness me preguntó cuándo partiría a otra expedición por ese continente, y me añadió que estaría encantado de contribuir con el gasto de enviar un geólogo conmigo. Era una idea seductora. Por ese mismo tiempo me habían pedido que revisara el erudito libro de Adolph Bandelier sobre "The Islands of Titicaca and Koati". En una de sus notas señalaba al pasar que creía "probable" que el monte Coropuna, en la cadena de la costa peruana, cerca de Arequipa, "fuera el punto más culminante del continente". Decía que "excede los 23.000 pies de altura", mientras que el Aconcagua tiene sólo 22.763 pies.

Mi padre me enseñó a amar el alpinismo, llevándome a las primeras excursiones cuando sólo tenía cuatro años. Después trepamos juntos varias montañas en las afueras de Honolulú. Conocía, pues, el encanto de ese grande y azaroso deporte. Resulta difícil describir las emociones que experimenté con la observación de Bandelier, porque no recordaba haber oído hablar nada sobre el Coropuna. No existe en algunos mapas; pero finalmente lo descubrí en una de las hojas de Raimondi a gran escala, y me sentí deslumbrado al ver que ese gran explorador le concedía una altura superior en unos ocho metros a la del Aconcagua, que es en realidad la montaña más alta del hemisferio occidental. Está situado a unas cien millas al Norte de Arequipa, cerca del meridiano 73, casi recto al Sur de Choqquequirau, y las tierras escondidas "tras las montañas" eran posiblemente aquellas en las cuales Manco II tuvo su última capital.

Me pregunté por eso si no sería una buena idea cruzar el Perú a la altura del meridiano 73 desde la cabeza de la navegación de canoas del río Urubamba hasta el embarcadero en el océano Pacífico, explorando las tierras interiores en busca de ruinas históricas y arqueológicas y ascendiendo el Coropuna.

Aquel invierno, en una comida de la Facultad en el Yale Club de Nueva York, se me pidió que hiciera un "discurso". Naturalmente, hablé de lo que tenía en la imaginación. ¡Con gran sorpresa mía, uno de mis compañeros de clase, el difunto Herbert Scheftel, me propuso pagar los gastos de un topógrafo en la expedición que se agrandaba a los ojos de mi espíritu! Otros amigos pronto me ofrecieron proporcionarme un cirujano, un naturalista y un ingeniero es­pecialista en la ascensión de montañas. Otro, estudiante, se me brindó para servirme de asistente. Y así se organizó la expedición peruana de Yale de 1911, en la esperanza de que pudiéramos trepar la más alta montaña americana, coleccionar una serie de datos geológicos y biológicos y, sobre todo, tratar de descubrir la última capital de los Incas.

A invitación mía, el profesor Isaiah Bowman llegó a ser nuestro geólogo-geógrafo; el profesor Harry W. Foote, nuestro naturalista; el Dr. William G. Erving, cirujano; Kai Hendrikson, topógrafo; H. L. Tucker, ingeniero, y Paul B. Lanius, asistente. Partimos de Nueva York a comienzos de junio. En Lima, don Carlos A. Romero me mostró algunos párrafos de la "Crónica" de Calancha sobre Vitcos.

Tan pronto como llegamos al Cuzco comencé a preguntar a los plantadores del río Urubamba algo sobre los sitios mencionados por Calancha. Jamás los oyeron nombrar, pero dos o tres respondieron que había ruinas incaicas en diferentes lugares en el valle bajo. Un viejo explorador afirmó que existían ruinas interesantes en Machu Picchu, pero los dirigentes no dieron importancia a sus informaciones, y los profesores de la Universidad del Cuzco no sabían nada respecto a las ruinas del valle. Creían que Choqquequirau era la antigua capital incaica, aunque, como ya se ha dicho, el historiador don Carlos A. Romero no estaba de acuerdo. Situaba a Vitcos "cerca de una gran roca blanca sobre una vertiente de agua fresca".

Llevábamos con nosotros las hojas del gran mapa de Antonio Raimondi, que abarcaba -la región que nos proponíamos explorar. El mapa contenía referencias a las ruinas incaicas, pero nada en el valle del Urubamba bajo 0llantaitambo o en el valle de Vilcabamba. En 1865 este notable explorador, que pasó su vida cruzando y recruzando el Perú, penetró profundamente en el corazón de la cordillera de Vilcabamba, aunque no dio con Vitcos. Localizó una pequeña ciudad que llevaba el nombre de Vilcabamba, pero que evidentemente no era inca y había sido construida por los primeros colonizadores españoles que se interesaron por trabajar una mina de oro en las vecindades. No supimos hasta después de nuestro regreso a New Haven que el explorador francés Charles Wiener había oído que existían ruinas en Huayna Picchu y Machu Picchu que le fueron imposible alcanzar. Naturalmente, no llevábamos el volumen de mil páginas infolio de la "Crónica de San Agustín", del padre Calancha. Sólo poseíamos algunas notas que alcancé a tomar en Lima bajo la guía del señor Romero. Estas se referían a lugares de las vecindades de Vitcos.

El último refugio de los incas quedaba a unas cien millas del palacio del Cuzco del virrey español, en lo que Prescott llama "las más remotas profundidades de los Andes". En los modernos mapas del Perú es vano buscar a Vitcos, aunque varios de los antiguos lo indican. ¡En 1625 Vitcos está señalado en el mapa del Perú de Laet como una provincia montañosa situada al Nororiente de Lima y a trescientas cincuenta millas al Noroeste de Vilcabamba! Este error fue copiado por algunos cartógrafos posteriores, incluso Mercator, hasta 1740, en que Vitcos desapareció de todos los mapas del Perú. Los fabricantes de mapas supieron que no existía tal lugar en esa vecindad. Su verdadera ubicación se perdió hace unos trescientos años.

En julio, con la ayuda de don César Lomellini, amable comerciante italiano, organizamos una recua de mulas, dejamos el Cuzco y sus maravillosas ruinas incaicas y nos dirigimos al valle del Urubamba con muy pocos barruntos de lo que nos esperaba.

Vimos picos nevados frente a nosotros, pero nos encontrábamos totalmente sin preparación para la maravillosa vista que bruscamente sorprende al viajero cuando llega al término de la árida planicie y se encuentra en el borde de un gran valle encantado a tres mil pies de profundidad. Uru es la palabra quichua para designar las orugas o larvas; pampa significa tierra llana. Urubamba es la "planicie donde hay larvas u orugas". Si hubiera sido bautizada por gente que venía de una región cálida en que abundan los insectos, no se habría llamado así. Sólo aquélla no acostumbrada a la tierra en que florecen orugas y larvas pudo impresionarse por una circunstancia semejante. En consecuencia, el valle fue posiblemente bautizado por los moradores de la meseta, que buscaban camino hacia las regiones cálidas, en donde son más comunes las mariposas y las polillas.

No obstante sus celebradas falenas, encontramos los jardines de Urubamba llenos de rosas, lirios y otras brillantes flores. En sus huertos crecían duraznos, perales y manzanas; había campos de cultivos de magníficas frambuesas para el mercado del Cuzco. Aparentemente las orugas no lo consiguen todo. Este es el valle de Yucay, donde vivió Sayri Túpac. No extraña que haya sido el sitio de placer favorito de los Incas.

El primer día de nuestro descenso por el valle del Urubamba nos llevó hasta el romántico 0llantaitambo, descrito en deslumbrantes términos por Castelnau, Miarcou, Wiener y Siquier hace ya muchos años. No ha perdido nada de su encanto, aunque las descripciones de Marcou son imaginarias y las de Squier exageradas. Aquí, como en la ciudad de Urubamba, había flores en los jardines y campos verdes altamente cultivados. Los arroyos se ven sombreados por sauces y álamos. Sobre ellos, magníficos precipicios aparecen coronados por picos cubiertos de nieve. La aldea misma fue en una oportunidad capital de un viejo principado, cuya historia está rodeada de misterio. Hay edificios incaicos en forma de caballete triangular, bodegas, "prisiones" o "monasterios", coligados aquí y allá en casi inaccesibles pendientes por sobre la aldea. Abajo se ven anchos terraplenes que perdurarán por los siglos venideros como monumentos de la energía y habilidad de una raza desapa­recida que fue experta agricultora.

La "fortaleza" está sobre un pequeño montículo, rodeada de abruptos despeñaderos, altos muros y jardines colgantes como para dificultar su acceso. Siglos atrás, cuando la tribu que cultivó los ricos campos de este valle vivía en el miedo de sus salvajes vecinos, esta colina ofrecía un sitio de refugio hasta el cual podía retirarse. Puede haber estado fortificada en aquel tiempo. Como pasaron siglos durante los cuales la` tierra fue dominada por los incas, cuyo interés principal radicaba en el progreso pacífico de la agricultura, es posible que dicha "fortaleza" se convirtiera en un jardín de la realeza. Las seis grandes losas de granito rojizo que pesan quince o veinte toneladas cada una, y que están colocadas en línea sobre la cima de la colina, fueron traídas de una cantera a varias millas en el valle bajo, en forma de que hubieron de ser arrastradas cerro arriba con inmenso trabajo y dificultad. Se las había dispuesto en lo alto de la colina como para expresar el súmmum de la magnificencia de un experto gobernante. Su nombre fue posiblemente 0llántay, celebrado príncipe.

Afortunadamente para los que se interesan en el antiguo Perú, 0llantaitambo puede ser ahora alcanzado desde el Cuzco por tren y automóvil. El mero escenario del camino hace memorable el viaje.

Antes de la terminación del camino del río Urubamba, alrededor de 1895, los viajeros del Cuzco al valle bajo tenían la posibilidad de dos rutas. Una iba por el paso de Panticalla, seguida por Wiener en 1875. Cerca de este paso" hay dos grupos de ruinas. Uno de ellos, descrito por Wiener de modo extravagante como "un palacio de granito cuyo plan estructural recuerda las más hermosas partes de 0llantaitambo", es sólo una bodega. El otro era probablemente un tampu o posada para provecho de los funcionarios incas en viaje. La segunda ruta iba por el paso entre los montes Salcantay y Soray y fue seguida por el conde de Sartiges en 1834 y por Raimondi en 1865. Ambos pasos son más altos que nuestros famosos portezuelos de Pike's Peak. Los dos resultan peligrosos en la estación de las lluvias, cuando quedan bajo la profundidad de la nieve con frecuentes tormentas de gran violencia. La soledad montuosa de estas dos rutas era prácticamente incógnita y ha sido inaccesible durante casi cuatro siglos. En la época de nuestra visita no había sido descrita en la literatura geográfica y arqueológica del sur del Perú. Gracias al nuevo camino, pudimos evitar los altos pasos y seguir recto hacia el río Urubamba, pidiendo a los indios de la localidad que nos mostraran las ruinas incaicas, y en particular un sitio en que hubiese "una gran roca blanca sobre una vertiente de agua".

En Salapunco (sala, ruinas; punto, puerta) el camino faldea la base de escarpados peñascos. Son los comienzos de una maravillosa masa de montañas de granito que han hecho a Vilcapampa de más difícil acceso que las altiplanicies que la rodean, que están compuestas de esquistos, conglomerados y piedra caliza. Esta es la puerta natural de la antigua provincia, pero estuvo cerrada durante siglos por los esfuerzos combinados de la naturaleza y del hombre. El río Urubamba, al abrirse curso a través de la cadena de granito, forma corrientes demasiado peligrosas para ser franqueables, y precipicios que sólo pueden escalarse con gran esfuerzo y considerable riesgo, si se consigue hacerlo. En una época es probable que una senda corriese cerca del río, por la cual los indios, arrastrándose por la cara de los peñascos y a veces balanceándose de una saliente a otra mediante las lianas que cuelgan, fueron capaces de avanzar hasta las terrazas aluviales del valle bajo. Otra senda puede haber corrido sobre los peñascos que corona Salapunco, donde advertimos en varios sitios inaccesibles que existían muros construidos sobre estrechas salientes. Eran demasiado angostas e irregulares para haber pretendido contener terrazas agrícolas. Representan, probablemente, los fundamentos de una vieja senda. Para defender estos antiguos caminos descubrimos que los incas o sus predecesores habían construido al pie de los precipicios, cerca del río, una pequeña pero poderosa fortaleza planeada según el famoso modelo de Sacsahuaman y parecida a éste en el carácter irregular de los grandes bloques poligonales de edificación y también en los ángulos salientes y reentrantes que pretendían evitar que los muros fuesen escalados.

Pasando Salapunco, faldeamos grandes despeñaderos de granito y precipicios cubiertos de vegetación, y entramos en una región fascinante donde nos sentimos sorprendidos y encantados por la extensión de los antiguos terraplenes, por su longitud y altura, por la presencia de muchas ruinas incaicas, la belleza de profundos y estrechos valles y la grandiosidad de las montañas cubiertas de nieve que los enmarcan.

Del otro lado del río Urubamba, en Qquente, y cerca de la desembocadura del río Pampacahuana, en lo alto de una serie de terrazas, vimos una extensa ciudad en ruinas. Parecía tener interés, y por eso pedí a Mr. Herman Tucker, uno de nuestros topógrafos, que cruzara el Urubamba y viese lo que pudiera encontrarse allí. Pasó varios días en aquella vecindad e informó que el nombre de la ciudad era Patallacta (pata, altura o terraza; llacta, ciudad), ciudad incaica de importancia. Contiene unas cien casas, y se pregunta uno por qué está abandonada. Sobre ella, en el valle que visitó Mr.Tucker, hay lugares importantes, como Paucarcancha, Huayllabamba, Incasamana o Ccolpa Moceo, y Hoccollopampa, a que más tarde nos referiremos. Ninguno de los sitios de esta vecindad calzaba con los relatos sobre Vitcos, y su historia sólo puede ser conjeturada. Su identidad sigue siendo un acertijo, aunque la simetría de sus edificios, su idiosincrasia arquitectónica (nichos, salientes de piedra para las techumbres, sujetadores de barra y piedras con ojo de amarra), indican un origen incaico.

En qué fecha florecieron estas ciudades y aldeas, quién las construyó, por qué fueron abandonadas, son preguntas para las cuales todavía no tenemos respuesta; y los indios que viven en los alrededores ignoran su historia o guardan silencio sobre ella. Es posible que esta región estuviera ampliamente ocupada y cultivada antes de que los incas pudiesen dominar el valle del Cuzco y otras tierras arables más accesibles. Los habitantes originarios deben haber estado carentes de espacio, ya que se extendieron en los valles superiores de esta inhospitalaria región. En cierta forma, esto calza con la teoría que desarrollaremos en un capítulo posterior, respecto a que los habitantes primitivos del Cuzco fueron sacados de sus fértiles valles por una horda de bárbaros que venían de la altiplanicie boliviana, y buscaron refugio durante varios cientos de años en este país montañoso, que finalmente les resultó estrecho, y lucharon por su regreso al Cuzco.

Por otra parte, y ya que la arquitectura parece ser incaica primitiva, es posible que los edificios estuvieran ocupados a la época de la conquista y que fueron abandonados cuando el virrey Toledo, en 1573, arrasó gran parte de la población. En todo caso, no encontramos prácticamente un solo habitante en estas viejas ciudades.

El padre Calancha nos ofrece una historia de la matanza en masa que siguió al martirio de Fray Diego y a la muerte del embajador del virrey. Toledo tomó una horrenda venganza de los desdichados indios.

En Torontoy, término del cultivado valle cálido que estábamos recorriendo, encontramos otro grupo de ruinas interesantes, posiblemente residencia algún día de un noble inca. Algunos de los edificios mostraban muy hermosos cortes de la piedra, trabajo de pacientes artesanos.

Torontoy se halla en donde comienza el Gran Cañón del Urubamba... ¡y qué cañón aquél! El camino del río corre abruptamente arriba y abajo por escaleras de roca en que la senda fue abierta a dinamita, por colgantes precipicios y por frágiles puentes que dominan los vacíos sostenidos en rústicas repisas contra los despeñaderos de granito. Bajo densa selva, siempre que los usurpadores precipicios lo permiten, el terreno que los separa del río fue apianado y cultivado. Nos hallamos inesperadamente en una verdadera tierra de maravilla. Intensas y rápidas emociones nos asaltaban. Nos produjo estupor concebir las extraordinarias molestias que se dieron los antiguos incas para rescatar trozos increíblemente estrechos de suelo arable de las alocadas corrientes. ¡Cómo se las arreglaron para construir un muro de contención hecho de pesadas piedras a lo largo del borde mismo del peligroso río, cuya travesía significa la muerte! En una ligera curva, cerca de una espumante catarata, algún jefe inca construyó un templo cuyos muros atormentan al viajero. Debe pasar a distancia de un tiro de pistola de las interesantes ruinas, sin poder vadear las corrientes que de ellas lo separan. Arriba, a un lado del cañón, a muchos miles de pies sobre este templo, están las ruinas de Corihuayrachina (kori, oro; huayra, viento; huayrachina, una era en que se aventaba). Es posible que ésta fuese una antigua mina de oro de los incas. A media milla sobre nosotros, en otra abrupta ladera, algún moderno viajero había aclarado recientemente la selva, descubriendo una hermosa serie de antiguas terrazas incaicas.

Alcanzamos luego hasta un cobertizo llamado La Máquina, en donde los viajeros se detienen frecuentemente a pasar la noche. Es en la actualidad el término de un nuevo y angosto camino de rieles que viene del Cuzco. El nombre proviene de la presencia de grandes ruedas de hierro, partes de una "máquina", que nunca pudieron vencer las dificultades del transporte hasta un ingenio azucarero en el valle inferior, por lo cual fueron dejadas hace muchos años a merced del moho en plena selva.

Como había poco forraje y no dimos con un sitio adecuado para fijar el campamento, avanzamos por el difícil camino que había sido abierto a dinamita en la cara de un gran desfiladero de granito, a dos mil pies de altura. Parte del desfiladero se deslizó hasta el río; la brecha que se produjo en el camino fue temporalmente reparada por medio de un rústico puente de aspecto muy débil, construido sobre una repisa compuesta de toscos leños, ramas y cañas amarradas juntas y cubierta por unas cuantas pulgadas de tierra y guijarros para dar la sensación de seguridad a las previsoras mulas de carga que hacían cautelosamente su camino. No es de extrañarse que la "máquina" permaneciese donde estaba y diera su nombre a esta parte del valle.

Anochece temprano en este cañón profundo, cuyas murallas tienen bastante más de una milla de altura. Estaba casi obscuro cuando llegamos a una pequeña planicie arenosa de dos o tres acres de extensión, que en esta tierra de ásperas montañas es llamada pampa. Si los moradores de las pampas argentinas, en donde un ferrocarril puede avanzar doscientas cincuenta millas en línea recta, viesen este pequeño trozo de planicie llamado Mandor Pampa, pensa­rían que alguien había estado bromeando o que existía una tergiversación grosera de la palabra que para ellos significa un espacio ilimitado sin una sola elevación a la vista. Sin embargo, para los antiguos moradores de este valle, en que era tan escasa la tierra nivelada que valía la pena construir elevadas terrazas rodeadas de piedra para que dos hileras' de maíz crecieran donde nunca creció nada antes, cualquier pequeño espacio natural en la base del cañón era llamado pampa.

La historia de nuestra estancia en Mandor Pampa, de su único habitante, Melchor Arteaga, y de las ruinas que me mostró sobre el precipicio en las laderas de la montaña de Machu Picchu, la relataré en detalle en el capítulo correspondiente, cuando llegue el momento de narrar el descubrimiento de Machu Picchu. Baste decir que las ruinas que me enseñó no estaban cerca de una "gran roca blanca sobre una vertiente de agua", y que no había muestras de que fuese Vitcos, la capital de Manco, que estábamos buscando. Por eso, días más tarde cruzamos el río por el nuevo y hermoso puente de San Miguel y avanzamos hacia abajo por el valle del Urubamba, averiguando por las ruinas, ofreciendo primas en dinero a quien las señalara y una doble recompensa si éstas calzaban con la descripción del Templo del Sol que el padre Calancha indicaba "cercano a Vitcos".

Nuestra primera paradilla fue en la hospitalaria plantación de Huadquiña, que había pertenecido a los jesuitas. Estos plantaron la primera caña de azúcar y establecieron su beneficio. Después de su expulsión del imperio español, a fines del siglo XVIII, Huadquiña fue comprado por un peruano. En la literatura geográfica fue descrito por primera vez por el conde de Sartiges, quien permaneció aquí durante varias semanas en 1834, camino a Choqquequirau. Dice que el propietario de Huadquiña "es tal vez el único terrateniente en el mundo entero que posee en su recinto todos los productos de las cuatro partes del globo. En las diferentes regiones de su dominio tiene lana, colmenas, crin, papas, trigo, almidón, azúcar, café, chocolate, coca, varias minas de plomo con plata y lavaderos de oro"; verdaderamente, es un regio principado.

Nuestros anfitriones, la señora Carmen Vargas y su familia, leyeron con interés mi copia de los párrafos de la "Crónica" del padre Calancha, que se refieren a la ubicación de la última capital inca. Sabiendo que estábamos ansiosos de descubrir a Vitcos, sitio del cual nunca oyeron hablar, ordenaron que vinieran los más inteligentes inquilinos de la hacienda para interrogarlos. El mejor informado de todos, un fornido mestizo capataz de confianza, dijo que en un pequeño valle llamado Ccollumayu, a unas cuantas horas de viaje por el Urubamba, había "importantes ruinas" que fueron vistas por algunos de los indios que servían a la señora Carmen. Aun más interesante y emotiva fue su declaración de que en una cadena en el valle del Salcantay se encontraba un lugar llamado Yurak Rumi (yurak, blanco; rumi, piedra), en donde los trabajadores habían descubierto unas ruinas muy interesantes cuando cortaban árboles para hacer fuego. Todos nos entusiasmamos con ello, porque entre los párrafos que Copié de la "Crónica", de Calancha, había una información sobre que "cerca de Vitcos" está la "piedra blanca de la citada Casa del Sol, llamada Yurak Rumi". Nuestros anfitriones nos aseguraron que ése debía ser el sitio, porque nadie de los alrededores había oído de otro Yurak Rumi. Al ser prolijamente interrogado, el capataz declaró haber observado las ruinas una o dos veces, añadiendo que también habla estado en el valle del Urubamba y visto las grandes ruinas de 0llantaitambo, y que las de Yurak Rumi eran "tan buenas como éstas". Fue una afirmación definitiva lanzada por un testigo ocular: aparentemente nos encontrábamos próximos a ver la roca en que los últimos incas hacían la adoración del sol. Sin embargo, el capataz nos manifestó qué el camino estaba actualmente intransitable, aunque un pequeño grupo de indios podría abrirlo en menos de una semana. Nuestros anfitriones dieron inmediatamente orden para practicar la senda a Yurak Rumi en provecho nuestro.

Mientras tanto, pasamos unos cuantos días explorando las ruinas de Ccollumayu sólo para sufrir la desilusión de ver muy poco más que los cimientos de algunos muy primitivos cobertizos.

Finalmente se nos comunicó que estaba terminada la senda a Yurak Rumi. Con aguda inquietud partí con el capataz para ver aquellas ruinas que él había visitado recientemente de nuevo y que ahora declaraba "mejores que las de 0llantaitambo". Era de presumir que el orgullo del descubrimiento le hubiese hecho exagerar su importancia. Sin embargo, nunca me pasó por la mente lo que en realidad iba a descubrir. Después de varias horas pasadas en aclarar la densa selva que rodeaba los muros, supe que este Yurak Rumi constituía las ruinas... de una sola casa. No se había hecho esfuerzo alguno por la belleza de la cons­trucción; los muros eran de toscas piedras sin labrar, colocadas con arcilla. La edificación carecía de nichos para las puertas, aunque tenía varias pequeñas ventanas y una serie de ventiladores en los cimientos. Los dinteles de las ventanas y las pequeñas aberturas que llevaban a los ventiladores del suelo eran de piedra. Los constructores incaicos sólo pretendieron que fuese una bodega útil para proveer de alimento a los viajantes.

Yurak Rumi se encuentra en lo alto de una cima entre el Salcantay y los valles de Huadquiña, probablemente en el antiguo camino que cruzaba la provincia de Vilcapampa.

Era interesante en sí, pero compararla con 0llantaitambo, como había hecho el capataz, era parangonar una choza con un palacio o una rata con un elefante. Parece increíble que alguien que hubiese visto realmente ambos pudiera pensar por un momento que uno era "tan bueno como el otro". Sin duda, el capataz no era un observador entrenado y tenía un interés muy superficial en la edificación incaica. Las ruinas de 0llantaitambo son, sin embargo, tan famosas y tan impresionantes, que aun el viajero más desprevenido se siente ante ellas sorprendido y admirado, y hasta los nativos se enorgullecen de poseerlas.

Era evidente que todavía no habíamos dado con Vitcos. Por eso, despidiéndonos de la señora Carmen, cruzamos el Urubamba por el puente de Colpani y seguimos hacia abajo por el valle, pasando la desembocadura del Lucumayo y el camino de Panticalla, al villorrio de Chauillay, donde al Urubamba se junta el río Vilcabamba. Ambos ríos se encuentran constreñidos aquí entre dos estrechas gargantas a través de las cuales las aguas se precipitan y rugen en su camino hacia el valle más bajo. Cerca de Chauillay había un hermoso puente. Los nativos lo llaman Chuquichaca. El acero y el hierro han reemplazado el viejo puente suspendido con gruesos cables hechos de bejuco y con su angosta senda de varillas sujetas por una red de lianas. Sin embargo, fue aquí donde en 1572 la fuerza militar enviada por el virrey don Francisco de Toledo al mando del capitán García encontró a la del joven Inca enviada para defender el paso a Vitcos.

Llegamos finalmente a la ciudad de Santa Ana, en la cabeza de la navegación de canoas por el Urubamba, sitio de hermosas plantaciones de azúcar y de coca que habían sido primitivamente posesión de los jesuitas. Doscientos indios están empleados en el cultivo del azúcar de caña, haciendo aguardiente, cultivando coca y secando las hojas para venderlas en los mercados de la altiplanicie.

Fuimos extraordinariamente bien acogidos aquí por don Pedro Duque, que tomó grande interés para facilitarnos todas las informaciones posibles sobre la región tan poco conocida en que nos proponíamos penetrar. Nacido en Colombia, pero residente de largo tiempo en el Perú, don Pedro era un caballero de la vieja escuela, profundamente interesado no sólo en la administración y progreso económico de su plantación, sino también en el movimiento intelectual de fuera. Compartió con placer nuestros estudios histórico geográficos. El nombre de Vitcos era nuevo para él, pero después de leer con nosotros los extractos de las crónicas españolas, tuvo la seguridad de que podía ayudarnos a descubrirlo; y, en realidad, así fue. Santa Ana está a menos de trece grados al Sur del Ecuador, su elevación es apenas de dos mil pies sobre el nivel del mar; sus noches "invernales" son frescas, pero intenso el calor de mediodía. Sin embargo, nuestro huésped era tan activo que, como resultado de sus esfuerzos, fueron traídos en buen número los residentes mejor informados para celebrar conferencias en la gran casa de la plantación.

Ninguno de los amigos de don Pedro había oído hablar jamás de Vitcos ni de la mayoría de los sitios mencionados en las crónicas. Todo fue bastante desalentador, hasta que un día, por una extraordinaria buena suerte, llegó a Santa Ana otro amigo de don Pedro, el teniente gobernador de la aldea de Lucma, en el valle del río Vilcabamba, rudo anciano llamado Evaristo Mogrovejo. Su hermano, don Pío, había sido miembro del grupo de enérgicos peruanos que en 1884 buscaron el tesoro sepultado en Choqquequirau. Evaristo Mogrovejo podía comprender que se buscara un tesoro escondido, pero le era imposible entender nuestro deseo de hallar las ruinas de los sitios mencionados por el padre Calancha. Si lo hubiéramos conocido primero en Lucma, nos habría recibido, indudablemente, con sospecha, sin hacer nada para que avanzáramos en nuestra investigación. Por fortuna, su jefe era el subprefecto de la provincia, que vivía cerca de Santa Ana y era amigo de don Pedro. El subprefecto había recibido instrucciones del prefecto del Cuzco para facilitar nuestra empresa, y por consiguiente dio órdenes particulares a Mogrovejo a fin de que se preocupara de que se nos dieran las facilidades posibles en la búsqueda de las ruinas antiguas y en la identificación de los sitios de interés histórico.

Nuestro objetivo era el valle de Vilcabamba. Por lo que sabíamos, sólo un explorador nos había precedido: el distinguido cartógrafo Raimondi. Dice éste que ha dado con minas, pero con la excepción de un "tampu abandonado" ("el sitio que posee una piedra de molino"), no hace mención de ruinas de ninguna clase. Debido a ello, aunque parecía, a través de la historia de Baltasar de Ocampo y de otros contemporáneos del capitán García, que éste fuese el valle de Vitcos, sólo con una considerable incertidumbre procedimos a nuestra investigación.

Se había construido poco antes un nuevo camino a lo largo del río Vilcabamba, hecho por el propietario del ingenio azucarero en Paltaybamba para que sus animales de carga viajasen más rápidamente. Gran parte hubo de ser excavado en la cara de un sólido precipicio de granito, y en algunos sitios horadaba los despeñaderos en una serie de pequeños túneles. Mi gendarme equivocó este camino y tomó la vieja y escarpada senda que pasa sobre los despeñaderos. Como decía Ocampo en su historia de la expedición del capitán García, "el camino era estrecho en su ascensión, con selvas a la derecha y a la izquierda una quebrada de gran profundidad". Llegamos a Paltaybamba cerca del anochecer.

Tuvimos una larga conversación aquella noche con el administrador de la plantación y sus amigos. Sabían muy poco de ruinas en estas vecindades, pero repitieron una de las historias que nos habían contado en Santa Ana: que camino adentro, en algún sitio de los grandes bosques de la montaña, había "una ciudad inca". Ninguno de ellos la conocía, pero si sus informes eran fieles, eso justificaría los regalos de un guacamayo y de unos maníes que el inca Titu Cusi envió a Rodríguez, como también la huida del joven Túpac Amaru hacia la selva en que fue sorprendido por las fuerzas enviadas por el virrey Toledo.

El valle de Vilcabamba más allá de Paltaybamba es muy pintoresco. Hay altos picos en ambos lados, cubiertos de densa selva. El follaje verde obscuro forma grato contraste con el verde claro de los campos de la ondeante caña de azúcar. El valle es áspero, el camino tortuoso y el torrente de Vilcabamba ruge con estrépito aún en junio. Apenas imaginábamos lo que sería en la estación de las lluvias.

Nuestra próxima estación fue en Lucma, en el hogar del teniente gobernador Mogrovejo. Le ofrecimos pagar un sol de plata por cada ruina a que nos llevase, y el doble si la localidad contenía ruinas particularmente interesantes. Esto despertó sus instintos comerciales. Reunió a sus alcaldes y a otros indios informados para que fueran entrevistados. Nos dijeron que había—, "¡muchas ruinas!" en los alrededores. Como era hombre práctico, Mogrovejo no se había ocupado jamás de las ruinas, pero ahora veía la oportunidad no sólo de obtener dinero de aquellos viejos lugares, sino también de conquistar el favor oficial, cumpliendo con un vigor sin precedentes las órdenes de su superior el subprefecto. Así se excedió cuanto pudo en nuestro beneficio.

Al día siguiente fuimos guiados hacia la parte superior de una quebrada hasta lo alto de una cumbre tras Lucma. Esta cima divide el Vilcabamba superior del inferior. Las montañas se elevaban a varios miles de pies por todos lados. En algunos sitios se encontraban cubiertas de follaje, especialmente más allá de la línea de nubes, donde la humedad cotidiana estimula la vegetación. En las laderas más suaves había claros en la selva que probaban alguna actividad reciente de parte de los habitantes del valle. Después de trepar una hora llegamos a lo que eran las ruinas de estructuras incaicas, en una terraza artificial que ofrecía magnífica vista lejos, abajo, hacia Paltaybamba y el puente de Chuquichaca, como también en dirección opuesta. Los contemporáneos del capitán García hablaban de un número de fortalezas que debieron ser capturadas y arrasadas antes de que se encontrase a Túpac Amaru. Esta era pro­bablemente una de aquellas fortalezas. Su posición estratégica y la facilidad con que podía ser defendida acreditaban aquella interpretación. Sin embargo, estas ruinas no calzaban con la "fortaleza de Vitcos" ni con la Casa del Sol, cerca de la "roca blanca sobre la vertiente". Las llaman Incahuaracana, "sitio en que el Inca dispara con una honda". ¿Cuál Inca?, nos preguntamos.

Dejamos Lucma al día siguiente, vadeamos el río Vilcabamba y pronto tuvimos la vista ininterrumpida del valle hasta un monte truncado de unos mil pies de alto, cuya parte superior estaba cubierta de raquíticos árboles y arbustos, mientras sus laderas eran abruptas y rocosas. Nos hablan dicho que el nombre del cerro era Rosaspata, palabra de moderno origen hibrido: pata es cerro en quichua, mientras que rosas es la palabra española que designa una flor. Mogrovejo añadió que los indios le habían contado que en el "cerro de las Rosas" había más ruinas. Esperábamos que fuese cierto, en especial porque nos habíamos informado de que la aldea al pie del monte y al otro lado del río se llamaba Puquiura.

Cuando Raimondi estuvo aquí, en 1865, no se trataba sino de un "villorrio arruinado con una capilla derruida". Hoy es más próspero. Hay una escuela pública, a la cual asisten niños procedentes de aldeas a muchas millas de distancia. Me pregunto si el maestro sabría que éste era el sitio de la primera escuela de toda la región. Efectivamente, fue a Puquiura a donde llegó Fray Marcos en 1566, y de ser ésta "su" Puquiura, entonces Vitcos debería estar cerca, ya que él y Fray Diego caminaban con su famosa procesión de conversos desde Puquiura hasta la Casa del Sol, que estaba cerca de Vitcos.

Cruzando aquella tarde el Vilcabamba por un puente de peatones, llegamos inmediatamente a las ruinas de Marocnyoc, que Raimondi había señalado en su mapa, pero que evidentemente no eran incaicas. El examen nos mostró que, en apariencia, constituían los restos de un molino español para los guijarros minerales, destinado posiblemente a pulverizar cuarzo aurífero en grandes cantidades. Quizá éste era el guijo a que se refería el capitán Baltasar de Ocampo, que llegó a Puquiura poco después de la muerte del último Inca. Dice que su casa y tierras estaban "en el distrito minero de Puquiura, cerca del molino triturador de guijo de don Cristóval de Albornoz".

Junto al trapiche el río Tincochaca cae en el Vilcabamba. Cruzándolo en un puente de peatones, seguimos a Mogrovejo, hasta una antigua y muy ruinosa estructura en el arco de la colina, al lado sur de Rosaspata. Al sitio lo llamaban Uncapampa, o pampa del Inca. Era probablemente una de las fortalezas arrasadas por el capitán García y sus hombres en 1571.

Ocampo escribe: "La fortaleza de Pitcos está en una alta montaña cuya vista domina gran parte de la provincia de Vilcapampa". García, como se recordará, dice que la fortaleza principal estaba "en una elevada eminencia, rodeada de ásperos peñascos y selvas, muy peligrosa para ascender y casi inexpugnable".

Dejando Uncapampa y siguiendo a mis guías, trepé la cima y avancé por una senda a lo largo de su lado occidental, hasta la punta del Rosaspata. Es ciertamente una elevada eminencia rodeada de ásperos peñascos. Este lado, de más fácil acceso, está protegido por un espléndido y largo muro, construido tan cuidadosamente como para no prestar apoyo ni siquiera a la punta del pie del activo invasor.

Pasando algunas ruinas excesivamente emboscadas y de carácter primitivo, pronto me encontré en una agradable pampa cerca de la cima de la montaña. La vista desde aquí domina "una gran parte de la provincia de Vilcapampa"... Se extiende notablemente hacia todos lados; hacia el norte y el sur hay montañas cubiertas de nieve; hacia el este y el oeste, profundos valles tapizados de verde.

En la cima misma del monte encontramos las ruinas de un conjunto, cerrado en parte, formado por trece o catorce casas arregladas como un tosco cuadrado, con un patio grande y varios pequeños. Las dimensiones exteriores del conjunto son de unos ciento sesenta por ciento cuarenta y cinco pies. Los constructores mostraban el familiar concepto inca de la simetría al disponer las casas. Debido a la destrucción implacable de muchos edificios por los nativos, en sus esfuerzos para hallar el tesoro, así como por su natural deseo de obtener piedras aptas para la edificación, los muros estaban tan aniquilados que resultaba imposible conseguir las dimensiones exactas de lo que estuvo en pie un día. Sólo en una de ellas pudimos tener la seguridad de que hubiese nichos.

Ocampo dice de Pitcos: "Hay un extenso sitio a nivel, con un edificio elegante y majestuoso erigido con gran habilidad y arte. Todos los dinteles de las puertas, tanto de la principal como de las comunes, están elaboradamente tallados en mármol".

Lo más interesante de todo es la estructura, que atrajo la atención de Ocampo y permaneció fija en su recuerdo. Subsiste bastante de este edificio como para dar una buena idea de su primitiva grandeza. Era, sin duda, una residencia digna de un real Inca exilado del Cuzco. Es de doscientos cuarenta y cinco pies de largo por cuarenta y tres de ancho; no hay ventanas, pero se encuentra iluminada por treinta marcos de puertas, quince en el frente e igual número en la parte trasera. Tenía diez grandes habitaciones, además de tres vestíbulos que corren del frente al fondo. Es fácil comprender por qué los muros fueron construidos más bien apresuradamente y no resultan notables; pero las entradas principales, especialmente las que conducen a cada vestíbulo, están muy bien hechas. Por lo demás, no son de "mármol", como dice Ocampo, ya que no lo hay en la provincia, sino de granito blanco finamente cortado. Los dinteles de las puertas principales, como también de las corrientes, son igualmente de sólidos bloques de granito, el Más grande de los cuales supera con mucho a ocho pies de largo. Los marcos de las puertas, mejores que en cualesquiera otras ruinas del valle de Vilcabamba, justifican la mención que hace Ocampo, que vivió cerca y tuvo tiempo para familiarizarse con su presentación, aunque no se encuentran "tallados", en el sentido que hoy tiene esta palabra. Queda en pie una pequeña porción del edificio. La mayor parte de las puertas traseras han sido llenadas con cantos rústicos para que formen una barrera continua.

Al fin habíamos dado con un sitio que parecía calzar con la mayor parte de los requisitos de la descripción que hace .Ocampo de la "fortaleza de Pitcos".

En su narración de la vida y muerte de su padre, Titu Cusi no ofrece una pista definida respecto a la ubicación de Vitcos ni una descripción de éste; pero, como se recordará, Calancha anota que "cerca de Vitcos, en una aldea llamada Chuquipalpa, hay una Casa del Sol, y en ella, una piedra blanca sobre una vertiente de agua".

Aquella noche permanecimos en Tincochaca en la choza de un indio amigo de Mogrovejo. Como siempre, hicimos indagaciones. ¡Imaginad nuestra impresión cuando en respuesta a la tan repetida pregunta, nuestro anfitrión dice: "Sí", o sea, que en un valle vecino hay una gran roca blanca sobre un manantial de agua! Si su historia resultaba verídica, había terminado nuestra búsqueda de Vitcos. Al día siguiente seguí al impaciente Mogrovejo, cuyo objeto no era estudiar ruinas, sino ganar dinero por encontrarlas, y subí al cerro en el lado nordeste del valle de Los Andenes. Aquí realmente había un gran peñasco de granito blanco aplanado en lo alto, que tenía esculpido un asiento o plataforma por el lado norte. Por el lado oriente cubría una cueva, en la cual había varios nichos. Esta cueva fue tapiada, y es posible que se destinara como mausoleo para momias incas.

Cuando Mogrovejo y el guía indio dijeron que había un manantial de agua cerca, me sentí grandemente interesado. Sin embargo, en la investigación, el "manantial" resultó no ser sino parte de una zanja de riego. Pero la roca no estaba "sobre" el agua. Aunque ésta era, indudablemente, una de esas huatas o sagrados peñascos elegidos por los incas para representar visiblemente a los fundadores de una tribu, y así constituían un accesorio importante en la adoración de los antepasados, no era el Yurak Rumi que andábamos buscando.

Cuando supimos que el nombre actual de esta vecindad inmediata era Chuquipalta, nos sentimos entusiasmados. Dejando el peñasco y las ruinas de lo que posiblemente había sido la casa del sacerdote que lo atendía, continuamos el curso del agua, pasando por un gran número de terrazas agrícolas bellamente construidas, las primeras que habíamos visto desde largo tiempo y las más importantes en el valle. Tan escasos son los andenes (terrazas) en la región y tan notables eran éstos en particular, que por ellos se bautizó el valle. Fueron probablemente construidos bajo la dirección de un Inca y con el propósito de que se les usara en su propia y especial plantación de maíz y papas. Cerca de ellos hay una cantidad de peñascos tallados, huatas. Uno tenía un intihuana o reloj de sol naciente; otro estaba tallado en forma de herradura. Continuando, seguirnos un escurridizo arroyuelo a /través de espesos bosques, hasta que de pronto llegamos a un sitio abierto llamado Ñusta Isppana. Aquí, ante nosotros, había una gran roca blanca. Nuestros guías no se habían equivocado. Bajo los árboles estaban las ruinas de un templo incaico, lindando con el gigantesco bloque de granito, uno de cuyos extremos quedaba sobre un pequeño charco de agua corriente.

Debido a que cuando uno miraba la superficie de este pequeño charco no se reflejaba el cielo, sino sólo la roca que descansaba encima, el agua parecía negra y prohibida, aun para los yanquis no supersticiosos. Es fácil comprender que un indio de mente sencilla adorando en este lugar recluido pudiese creer que veía al diablo aparecer como una manifestación visible en el agua, y que los indios que venían de aldeas apartadas en densas selvas adoraran aquí y ofrecieran dones y sacrificios.

Después, en la tarde del 9 de agosto de 1911, fue cuando vi por primera vez este notable santuario. Cerros densamente cubiertos de árboles se elevaban por todos lados. No se veía ninguna choza y apenas se escuchaba un rumor. Un sitio ideal para practicar las ceremonias místicas de un culto antiguo. El notable aspecto de este gran peñón y el obscuro charco a su sombra lo convirtieron en un sitio de adoración. Aquí estaba sin duda "el principal mochadero de aquellas montañas boscosas". Es todavía venerado por los indios de la vecindad. Al fin habíamos descubierto el sitio en que, en la época de Titu Cusi, los sacerdotes incas, de cara al este, saludaban al sol naciente, "extendiendo las manos hacia él" y "tirándole besos", "ceremonia de la más profunda resignación y reverencia". Podemos imaginar a los Sacerdotes del Sol, ataviados en sus resplandecientes vestiduras litúrgicas, con los rostros encendidos por la luz rosácea del amanecer, esperando el momento en que la Gran Divinidad apareciera sobre los cerros orientales y recibiese su adoración. Mientras ascendía, les vemos saludándolo y gritando: "¡Oh sol! Tú, que estás en paz y seguridad, brilla sobre nosotros, guárdanos de enfermedades y consérvanos en salud y bienestar. ¡Oh sol! Tú, que se dice permitiste el Cuzco y Tampu, haz que estos hijos puedan conquistar todos los otros pueblos. Te suplicamos que los hijos de los incas sean siempre conquistadores, ya que para esto los creaste". Esta era la invocación acostumbrada, según nos dijeron.

Con los relatos contemporáneos a la vista y la evidencia física ante nuestros ojos, podíamos estar ahora bastante seguros de que hablamos hallado una de las capitales de Manco y la residencia conocida de los españoles, visitada por los misioneros y embajadores, tanto como por los refugiados que habían buscado seguridad aquí al huir de los secuaces de Pizarro y que habían muerto a Manco. Como estaba demasiada cerca de Puquiura para ser su "capital principal", Vilcapampa era, sin duda, Vitcos.

Así regresamos al cerro de las Rosas para hacer mayores estudios y algunas excavaciones.

En el lado sur .de la colina, opuestas al largo palacio, están las ruinas de una sola estructura de 78 pies de largo por 25 de ancho, con puertas en ambos lados sin nichos ni muestra de una cuidadosa labor humana. Puede haber sido un cuartel para los soldados de Manco, pero la ausencia de los nichos me hizo creer que fuese construido por orden de Manco para los soldados españoles que huyeron del Cuzco y se refugiaron junto al monarca. Otra razón para mi creencia es que entre este edificio y el palacio hay una "pampa" que puede haber sido el escenario de aquellos juegos de tejos o bolas que practicaban los refugiados españoles. Aquí habría ocurrido la fatal partida en que uno de los jugadores se exacerbó y mató a su regio anfitrión.

Nuestras excavaciones produjeron un montón de toscos trozos de vasijas de barro, unas pocas piedras de huso y alfileres para chales en bronce, así como una cantidad de objetos de hierro de origen europeo, herraduras muy oxidadas, una hebilla, un par de tijeras, varios ornamentos para cabalgaduras y frenos y tres arpas judías. Mi primer pensamiento fue que peruanos modernos habrían vivido aquí, aunque la necesidad de acarrear provisiones por una escarpada pendiente lo hacía poco probable. Además, la presencia de los artefactos de origen europeo no conduce por sí sola a tal conclusión. En primer lugar, sabemos que Manco acostumbraba atacar a los viajeros españoles entre el Cuzco y Lima. Puede muy fácilmente haber traído algunas bridas españolas. Es posible, en segundo lugar, que los instrumentos musicales, como los adornos de monturas, pertenecieran a los refugiados, que alegraban su destierro tañendo melancólicamente. En tercer lugar, los servidores del Inca visitaron probablemente el mercado español en el Cuzco, en donde debe haberse ofrecido a veces una considerable variedad de mercaderías de manufactura europea. Finalmente, Rodríguez de Figueroa habla en forma expresa de dos pares de tijeras que trajo como presentes a Titu Cusi, El hecho de que tales objetos europeos no hayan salido en las excavaciones de ningún otro sitio importante en la provincia de Vilcapampa parece indicar que fueron abandonados antes de la conquista española o bien empleados por nativos que no pretendían acumular semejantes tesoros.

Todas nuestras expediciones en la vieja provincia de Vilcapampa no consiguieron mostrarnos ninguna otra "piedra blanca sobre un manantial", rodeada por las ruinas de una posible Casa del Sol. En consecuencia, parece razonable adoptar las siguientes conclusiones: Ñusta Isppana es el Yurak Rumi del padre Calancha; el Chuquipalta de hoy día, el sitio a que él se refiere como Chuquipalpa. Este es el "Viticos" de Cieza de León, famoso cronista militar contemporáneo de Manco, que dice que fue en la provincia de Viticos donde Manco decidió retirarse cuando se rebeló contra Pizarro, y que "habiendo alcanzado a Viticos con una gran cantidad del tesoro colectado desde varias partes, junto con sus mujeres y escolta, el rey Manco Inca se estableció en el más fuerte de los sitios que pudo encontrar, desde donde salió muchas veces y en muchas direcciones y perturbó aquellas partes que estaban tranquilas para hacer cuánto daño pudiese a los españoles, que consideraba crueles enemigos".

El "más fuerte de los sitios" de Cieza de León, el Guaynapucara de García, es llamado ahora Rosaspata. Ocampo lo denominó "la fortaleza de Pitcos", en donde, dice, "había un espacio llano con majestuosos edificios", cuyo rasgo más notable era que tuviesen dos clases de puertas y ambas con dinteles de piedra blanca. Finalmente, la aldea moderna de Pucyura, en el valle del río Vilcabamba, es el Puquiura del padre Calancha, sitio de la primera iglesia misional de esta región, como presumió Raimondi. El hecho de que la distancia desde la Casa del Sol no sea demasiado grande para la procesión religiosa y de que se encuentre ubicada cerca de la fortaleza, señala la exactitud de esta conclusión.

Nuestra identificación de estas localidades mencionadas por Calancha y otros cronistas españoles ha sido aceptada por arqueólogos e historiadores peruanos. Rosaspata es el actual nombre de la capital militar y política de los últimos cuatro Incas, que se menciona indistintamente en las crónicas como Vitcos, Pitcos, Viticos y Uiticos.

Del libro la Ciudad Perdida de los Incas.

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